Odio para dar y tomar.

Encerrarte en la habitación más grande del mundo y llenar el vacío con tus putos gritos.
Gritarle a la nada las palabras que usarías para abofetear a esa persona que tanto te desquicia.
Auto rebentarte los tímpanos por culpa de las blasfemias infernales, que de forma incontrolada, salen de tu boca.
Coger afonía por culpa del fuego que se abre paso por tu pecho y lo arrasa todo a su paso.
Saborear como un curioso manjar el veneno que sale de esa lengua viperina.
Ver salir la fuerza que creías que no había, de ese minúsculo cuerpo.
Llorar lágrimas de sangre, fruto de la descomposición del cerebro por no utilizar los "Déjate llevar".
Gritar. Gritar. Y seguir gritando hasta que te salga el corazón por la boca.
Y de repente oír eso, el silencio. La calma.
Ser capaz de palpar tranquilidad.
Oír nada.
Salir de allí eufórica, sintiéndote extrañamente bien.
Sintiéndote de puta madre por haber llenado ese ático del odio que te reconcomía por dentro.

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