Estaciones de Antaño.

Echar de menos esa forma de destrucción.
De destruirse.
De destruirme.
De hacerlo todo juntos para acabar tirándonos los trastos de forma violenta.
Saber en cada semana de silencio, que teníamos los destinos ligados desde aquel día que intercambiamos miradas de reojo y nos atrevimos a sonreír.
Esa sería nuestra condena. La sonrisa.
Aún cargamos el peso de los grilletes de ese pasado dulcemente agrio.
Continúan sin encontrar placebos que sellen esas cicatrices tan hondas.
Parece que cuándo empiezan a mejorar su aspecto, rasgamos con la lengua viperina la costra que protege los recuerdos en forma de herida.
Esa misma lengua que utilizamos en su momento para hacernos daño y darnos placer. 
Disfrutamos viendo, como, a borbotones, emana de nuevo la sangre.
No obstante, estos dedos fríos como el témpano, continúan buscando el abrigo que esa piel ofrecía en tiempos de luz.
Que bonita destrucción el saber que siempre vuelves.
Que bonito y triste, el confesar que siempre estaré aguardando en aquel gélido banco de piedra.
Nos echamos tanto de menos que hacemos del dolor nuestra forma de vida.
Permíteme gritar que es nuestra forma de querernos hasta el desprecio.

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